Cuando tratamos con población en desventaja es frecuente encontrarnos con niños o niñas con actitudes de rechazo al esfuerzo, con malos hábitos alimenticios, que no traen los deberes hechos o con un alto absentismo. Estas adversas circunstancias nos pueden llevar a dudar que esos niños sean capaces de decidir correctamente. De este modo, empezamos a caer en la tentación de eliminar situaciones de elección al alumnado, para evitar que se equivoquen. Es decir, el docente intenta “salvar” a su alumnado sin escuchar su opinión, tratándolos como “objetos que hay que salvar de un incendio”, como diría Freire. 

Si indagamos en las causas, podremos entender que algunos niños y niñas no asisten a clase porque la escuela no es un espacio seguro; si sienten aversión por una comida suele ser por una experiencia previa en la que han estado forzados a comerla; si no traen los deberes hechos es porque no tienen ayuda suficiente, etc. Estas situaciones no son fruto de las decisiones de los niños, sino de su entorno. Los niños en situaciones de desventaja tienen el mismo derecho a decidir que los niños de otros entornos.

A veces, hay dudas de hasta dónde o qué puede decidir libremente el alumnado en general. Vivir en una democracia significa acatar las normas votadas en el parlamento, que a su vez tienen que respetar los Derechos Humanos. Por lo tanto, ahí tenemos nuestras primeras limitaciones. Una niña no puede decidir quedarse en casa un lunes porque no le apetece, puesto que la asistencia a la escuela es obligatoria. Nuestra comunidad educativa también puede decidir normas para la escuela, y estas no deberían contradecir ninguna norma superior. Es decir, una escuela no puede implantar el castigo físico, puesto que está prohibido. Además, para que las decisiones sean las más correctas, tienen que surgir del consenso y estar informadas científicamente si existen investigaciones al respecto.

Si una escuela ha decidido ser comunidad de aprendizaje, ningún docente tiene derecho a modificar las actuaciones de éxito, puesto que al hacerlo empeoran los resultados deseados por la comunidad que las eligió. Precisamente muchas de estas actuaciones tienen integrado el valor de la libertad como fuente de motivación. Por ejemplo:

  1. Los libros que se leen en las tertulias tienen que ser las mejores obras literarias patrimonio de la humanidad, por su calidad demostrada. Sin embargo, el alumnado puede elegir entre estas qué obra quiere leer. Y es mejor que sea así, puesto que, cuando deciden qué quieren leer, leerán con más ganas. El alumnado, además, es libre de expresar sus sentimientos e ideas sobre lo leído. Nadie le puede imponer una visión diferente. Procuremos conseguir más obras clásicas para que haya más posibilidad de elección.
  2. En los grupos interactivos, los ejercicios y las agrupaciones son decisión del profesorado. Pero los resultados de los ejercicios son decisiones grupales y, si no hubiera consenso después de un debate, los niños y niñas deberían ser libres de escribir diferentes resultados en la actividad. Por otro lado, los voluntarios y voluntarias vienen voluntariamente; si sufrieran alguna coerción para asistir, su calidad participativa decrecería.
  3. La biblioteca tutorizada es un espacio de asistencia voluntaria. El alumnado que asiste a esta actividad por obligación genera actitudes disruptivas que entorpecen el aprendizaje de quienes sí desean estar. Lo transformador no es obligarlos a asistir para alargar su tiempo de aprendizaje, sino que esta actividad que les ofrecemos genere el suficiente atractivo como para atraer su asistencia. Alargar un tiempo de aprendizaje sin que se produzca aprendizaje no tiene sentido.

Estos ejemplos son solo una pequeña muestra entre otros muchos y más cotidianos en nuestro día a día. La libertad es un ingrediente imprescindible en nuestra labor educativa si pretendemos que esta sea liberadora.

[Imagen: Freepik]
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Maestro de educación especial y primaria