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Como en Navidad, cada cierto tiempo asistimos al advenimiento de un mesías o grupo de profetas salvadores de la humanidad que vienen, en este caso con su infantería mediática, a ofrecer ¿soluciones? a los problemas de nuestra cotidianidad escolar y, de paso, buscan reconocimiento para convertirse en interlocutores imprescindibles gracias a la expansión de su discurso entre una parte de la comunidad educativa. 

Últimamente en el debate educativo han salido a la palestra, a través de un artículo periodístico, algunas analogías con los trabajos del grupo de cómicos británicos Monty Python. Esta ramificación reverdecida del negacionismo educativo me recuerda mucho, en concreto, a diversas partes de La vida de Brian, filme no exento de polémica en su estreno. El pregón permanente de los detractores de los avances en educación y las propuestas de una escuela cimentada sobre las bases de la participación democrática, la inclusión y las investigaciones pedagógicas que irrumpen con resultados de éxito desde hace décadas, recuerda a la escena de los profetas predicando, en la película mencionada: “Y, en verdad os digo, que habrá rumores de que las cosas van mal. Y se producirá una gran confusión entre las gentes”, exclama el más hilarante de ellos, en uno de los momentos más conocidos del filme.

En el sistema educativo asistimos desde hace décadas al nacimiento de un discurso centrado en esta especie de profetismo, que inculca inseguridad a la población sobre los efectos de las supuestamente perniciosas aportaciones de las Ciencias de la Educación y la comunidad científica internacional, o a través de mensajes apocalípticos sobre la eclosión de una escuela “en ruinas” donde el alumnado ve descender año tras año su nivel. Este derrotismo permanente zarandea a la opinión pública para conducirla al enaltecimiento del relato escolar negacionista, basado en que hay una especie de conspiración —sí, cuánto recuerda esto a aquella otra película protagonizada por Mel Gibson, en donde la NASA es ahora la ONU, la UNESCO o la OCDE—, y los avances en materia de derechos humanos o el reconocimiento de la diversidad durante las últimas décadas son casi una alianza orquestada para torpedear el trabajo de los profesionales educativos, despojados de su libertad de cátedra y del modelo de autoridad cuasi policial del pasado.  

El humo de este terraplanismo escolar, por suerte, no se percibe en muchos claustros, sino más bien se expande en redes y algunos medios. Sí que es cierto que la autocomplacencia de ese discurso derrotista —que contemplan estupefactas todas aquellas personas que entendemos la educación como pilar para el desarrollo— espolea la desazón docente en diversos canales, aunque apenas cale en los colectivos a pie de aula: en la vida real están más preocupados en que sus equipos directivos y, sobre todo, la administración, les aporten soluciones a sus problemas cotidianos.

Sin embargo, el negacionismo educativo sigue ahí, in crescendo. Se apoya, como el relato de aquellos otros profetas que niegan el cambio climático o de los que rechazaron las mascarillas, en una visión polemizante de la educación, sustentada en el descalabro de cada rincón de la enseñanza a causa de los poderes económicos dominantes (los mismos que nos llevan a abarrotar las calles en estas épocas navideñas para dar cumplida cuenta de los efectos exacerbados del capitalismo). No obstante, una cosa es evidenciar con clara postura crítica las consecuencias del modelo neoliberal en la educación —preocupante en todos sus poros— y otra muy diferente es derruir cualquier intento de avance social en nombre de la bandera de un supuesto progresismo vacuo que no toca a la puerta de la administración con propuestas concretas para pedir las mejoras, ante el continuo desmantelamiento de la escuela pública. 

Un presunto ataque al conocimiento

Tras el telón de unas tesis apoyadas en que la educación emocional es una dictadura empresarial y que los congresos y cursos docentes más demandados son un negociete de amigos, se encierra una preocupante cortina de resignación para poder seguir predicando en el vacío sobre los postulados de un presunto ataque al conocimiento, sobre la cual se esconde una necesidad imperiosa de no formarse en los requerimientos de la escuela actual, como sí hacen otros profesionales en sus trabajos. Se prefiere perpetuar, así, el modelo académico segregador y seleccionador en el que crecimos (no para el docente, para el que su diversidad sí es un valor), ese mismo en el que nos dieron clase cuando éramos jóvenes. 

Porque, claro, la formación para el profesorado es y debe ser un almacén de conocimientos, como lo es para el alumnado, por lo que sus ponencias en foros homogeneizantes para que cada cual “hable de su libro” y critique el presunto adoctrinamiento escolar actual que pretende incorporar valores democráticos y ciudadanos a los currículos, sí son válidas. Del mismo modo, la cultura colaborativa del profesorado, la docencia compartida, la observación de buenas prácticas y el rol del formador como acompañante en modelos dialógicos e interactivos, no son aceptados, ya que vulneran el saber del que el experto es el propietario.

Dicho de otra manera: al traste con todos los marcos de formación y cooperación didáctica puestos en práctica en muchas instancias con evidencias de éxito. La posición jerárquica de las profecías terraplanistas apedrean, como en aquella escena de la lapidación en la película de los Monty Python, a los “blasfemos académicos” que se unen para difundir actuaciones bien acogidas en contextos dispares o repensar las estructuras organizativas escolares tradicionales a partir de las investigaciones en pedagogía.

Y así vamos, esperando la llegada de otro nuevo mesías que vuelva a poner en jaque en su discurso las políticas educativas para la inclusión, las propuestas formativas profesionales planteadas como redes cooperativas o los intentos de universalizar el éxito escolar. Muchos preferimos esquivar los golpes y destinar nuestra energía en unirnos a los docentes de a pie de aula que no arrojan la toalla ante la normalización del suspenso, el bajo rendimiento asociado a condicionantes vitales y el lastre de los estigmas que persiguen a nuestra educación pública por la dejadez política. Y siempre vamos a seguir esquivando ese granizo, mientras contemplamos cómo desde el negacionismo mesiánico se toca el laúd de la congoja, o cómo se entona por parte de otros el también peligroso conformismo equidistante del “Always Look on the Bright Side of Life”, canción del cierre de La vida de Brian, mientras que los que siempre han quedado fuera siguen a la espera de poder ver otra película y contar otro final.

[Imagen: 123RF]

Por Albano de Alonso

Profesor de Lengua y Literatura y miembro del Colectivo DIME (Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa)