Durante muchos años, en mi infancia disfruté del servicio de comedor de mi escuela. El mejor momento era el patio donde exprimíamos los minutos para jugar con los compañeros. Sin embargo, el comedor nos traía por la calle de la amargura. Allí recibí mi primer “koskorreko” (golpe en la cabeza en euskera). Provino de una monitora, puesto que me negaba a comer la coliflor. Nunca lo olvidaré. Si no acababas el plato no podías salir al patio a jugar. Para tercero de primaria comenzábamos a compartir entre el alumnado trucos para comer la comida que no te gustaba: comer con los ojos cerrados, con la nariz tapada, bebiendo un vaso de agua o comiendo un trozo de pan por cada bocado. Había compañeros y compañeras que lo pasaban peor que yo, puesto que lloraban y tenían arcadas. Ya por sexto grado, algunos aprendieron a esconder el hígado en la servilleta o a tirar un malísimo arroz a la cubana por detrás de la calefacción.
La realidad ha mejorado poco desde entonces. Seguramente ya no se pega, pero los gritos son el pan nuestro de cada día. Como profesor continúo comiendo en los comedores de las escuelas en las que trabajo. Cuando me es posible, pido permiso para comer en las mismas mesas que el alumnado. Bajo mi experiencia, no he conocido ninguna escuela (quizás exista) que aplique las medidas recomendadas por los nutricionistas: es decir, generar ambientes tranquilos y agradables donde las personas adultas decidimos qué se come, cuándo se come y dónde se come, pero el alumnado decide cuánto quiere comer o si le apetece comer. Medidas recogidas en diversas recomendaciones por parte de gobiernos y asociaciones de pediatras (Cataluña, AEP , AAP).
Forzar, castigar o incluso, simplemente, insistir han resultado contraproducentes en el objetivo del aumento de ingesta de comida saludable. ¿Cómo podemos educar en el consentimiento si no aceptamos su “no” en una cosa tan personal como comer? De hecho, no respetar su decisión contribuye al aumento de obesidad en la población. Con respecto a las consignas como “termina todo lo del plato” o “una cucharada más y te lo recojo”, se ha demostrado que debilitan la escucha de las señales de saciedad que recibimos de nuestro cuerpo y hacen que aprendamos a comer más de lo que nuestro cuerpo necesitaba. Además, el rechazo de una comida suele estar asociado a una previa experiencia negativa por haber sido forzado a comerla.
Las prácticas responsivas de alimentación son buenas para toda la infancia, incluida la más vulnerable. Por eso, nutricionistas y profesores encargados del comedor escolar tienen una gran tarea por delante. No solamente para mejorar la calidad de los ingredientes del menú, sino transformando el ambiente que rodea esa actividad a través de conocimientos científicos en nutrición. Sin olvidar la importante tarea de trabajar con toda la comunidad para mejorar la nutrición en diferentes espacios.