En varios momentos de mi vida profesional he tenido un alumno o alumna de quien me dijeron que tenía problemas emocionales, bloqueos, falta de habilidades sociales o complicadas dificultades relacionadas con la percepción espacial o el procesamiento de la información escrita. Me gustaría contarte cómo algunos de esos casos mejoraron muchísimo al tener en cuenta y aplicar lo que décadas de investigación nos han ido demostrando.
Los casos en los que estoy pensando tenían en común una baja competencia lectora en comparación con la mayoría de sus iguales. En primer lugar, se ha observado que el aprendizaje de la lectura es uno de los mejores predictores del éxito académico futuro desde las primeras edades. En segundo lugar, sabemos que para los niños y niñas es importantísimo su autoconcepto, que las expectativas de las otras personas hacia ellos y ellas tienen una gran influencia en su desarrollo y que continuamente se comparan con sus iguales y desean ser competentes. Por todo esto, en aquellos casos decidimos centrar nuestros esfuerzos e intervenciones en:
- Establecer un diálogo continuo con la familia, para darnos información unos a otros, compartir propuestas y llegar a acuerdos.
- Crear hábitos de trabajo fuera del horario lectivo, centrándonos en desarrollar el lenguaje, añadiendo tiempos de aprendizaje con otras personas (como familiares o personal externo de apoyo). Por ejemplo, haciendo lectura dialógica con mamá y preparándose con ella para la tertulia literaria semanal, o trabajando específicamente la decodificación, la conciencia fonológica y la lectura comprensiva con una persona de apoyo por las tardes.
- Asegurar al menos una sesión semanal de grupos interactivos, enfocada al aprendizaje instrumental mediante la ayuda mutua y el diálogo. Esto facilitaba que en el resto del horario semanal los grupos heterogéneos funcionaran cada vez mejor y asumieran como propias las reglas básicas necesarias para que todos y todas sin excepción aprendieran al máximo en cada sesión de trabajo. En ese trabajo colaborativo, incluimos tanto actividades en las que el alumno o alumna en cuestión recibiría ayuda de sus iguales como otras en las que él o ella podía aportar y ayudar a otras personas. Lo que nunca faltó fueron las altas expectativas: “todas y todos podéis”.
En menos tiempo de lo que habíamos previsto, la actitud de ese niño o niña ante las tareas y el estudio había mejorado mucho y, aunque algunos profesionales interpretaron que “le había llegado su momento” o que “había madurado”, tanto la familia como el profesorado implicado en estas decisiones tuvimos claro que fueron las acciones anteriores las que produjeron ese cambio. Incluso su comportamiento y la convivencia con compañeros y compañeras se transformaron. Ese niño o esa niña empezó a sentir que podía aprender lo mismo que el resto, simplemente porque vio su propio progreso. No solo eso, sino que sus iguales lo vieron incluso antes y le felicitaron por ello.
Se suele decir que hay personas constantes, disciplinadas, que se esfuerzan, etcétera. Pero, realmente, quien tiene habilidad en algo es porque ha invertido en ello. Hablemos con los niños y niñas de forma clara: si sus esfuerzos están bien encaminados y tienen toda la ayuda necesaria, verán progreso y reconocimiento, que es lo que más les motivará a seguir esforzándose. Y hablemos con familias, profesorado y otros profesionales sobre la necesidad de tener en cuenta las evidencias científicas en educación y de asegurar máximos aprendizajes instrumentales para todos y todas desde la educación infantil, ya que es la manera más eficaz de asegurar el éxito educativo y minimizar el impacto de las desigualdades sociales en el futuro de los niños y niñas.
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