Los deportes tienen ventajas e inconvenientes, como todo. La tarea de profesionales y ciudadanía es ir disminuyendo o erradicando sus efectos más negativos a la vez que se potencian los más positivos. Uno de los valores de muchos deportes como el fútbol es la posibilidad de aprendizaje social que da el paso del juego autodirigido al juego institucionalizado.
Jugar con el balón es a veces un juego autodirigido que con frecuencia practica la infancia. Dicen que juegan a fútbol pero no siguen sus normas; por ejemplo, puede no existir el fuera de juego. Casi siempre ya más mayores, comprenden la diferencia entre ese tipo de actividad y el juego institucional. Esto supone que hay unas normas que ni han decidido ni pueden individualmente variar. Pueden llegar a comprender que no son normas arbitrarias sino fruto de unos consensos que incluso sufren algunas variaciones a lo largo del tiempo. También pueden llegar a entender que determinadas organizaciones pueden llegar a establecer otras normas y especificarlo en el propio título del deporte; por ejemplo, el fútbol sala o el fútbol educativo. En todo caso, también entienden que, si varían las normas individualmente, no pueden engañar, por ejemplo a su alumnado, diciéndoles que eso es fútbol.
A veces, al juego autodirigido se le denomina equivocadamente juego libre y recibe todo tipo de alabanzas frente al deporte en el que han de someterse a unas normas que no han decidido. Uno de los errores de esta concepción es no tener en cuenta que el juego autodirigido también se somete a unas normas socialmente consensuadas que tampoco han decidido quienes participan; por ejemplo, que quien pierde no tiene derecho a tirar piedras al que gana. Otro error es considerar que el juego autodirigido es más o menos libre que el institucional; existe la libertad de practicar uno u otro.
El aprendizaje del juego institucional tiene consecuencias muy positivas para la sociedad y para la educación. Por ejemplo, las tertulias literarias dialógicas tienen unas normas consensuadas, lo mismo que los criterios científicos desde los cuales se pueden proponer algunas variaciones, pero nunca decidirlos individualmente. Un profesor es libre de decidir variar esas normas, pero no de engañar al alumnado, a las familias, a la administración y a la sociedad diciendo que siguen siendo tertulias literarias dialógicas; tiene que llamarlas de otra forma.