Desde que nacemos, interactuamos con el entorno y las personas más cercanas, con la intencionalidad inherente de comunicarnos, entender el mundo y saber desenvolvernos en el mismo. 

En la primera infancia, los entornos que generan experiencias agradables, aquellas donde las interacciones entre la persona adulta y el niño o niña promueven el entendimiento mutuo, la creación de sentido y la construcción de la identidad, fundamentan el desarrollo cognitivo y psicosocial además de influir positivamente en la salud en general. Por el contrario, cuando las primeras vivencias carecen de estos factores y vienen marcadas por situaciones de estrés tóxico, se producen consecuencias muy perjudiciales en la salud mental y física que pueden permanecer a lo largo de la vida.

El  juego es un elemento clave que ayuda a construir la arquitectura del cerebro, ya que comporta de manera intrínseca la adquisición de las habilidades básicas para el aprendizaje y el desarrollo. A través de un contexto lúdico como es el juego, el pensamiento, las emociones y los sentimientos confluyen en el campo de las interacciones sociales y de los retos cognitivos que se establecen. 

Pero ¿cómo debemos enfocar el juego, desde el ámbito familiar y educativo, si queremos que mejore el desarrollo cognitivo y social? Es muy relevante que en el juego se promuevan relaciones receptivas, lo que se conoce como “serve and return, ya que solo de esta forma se producen las conexiones neuronales necesarias para el desarrollo óptimo en las primeras etapas de la vida, y el fortalecimiento de las mismas tanto en la adolescencia como en la edad adulta. El apoyo que una persona adulta puede ofrecer a una niña de 3 años en el transcurso de un juego, por ejemplo, verbalizando el principio de una palabra para que esta la termine, supone una ayuda que promueve la confianza entre ambas y, a la vez, proporciona el andamiaje para llegar al conocimiento y al desarrollo del lenguaje. En edades más avanzadas, en los juegos de estrategia, como el ajedrez, la persona adulta puede presentar al niño niña diferentes alternativas de movimiento cuando se requiere; por un lado se conduce a la reflexión y, paralelamente, se va desarrollando la flexibilidad mental para saber desenvolverse en diferentes contextos y predecir las posibles consecuencias de las acciones que se pueden desempeñar.

Cabe remarcar que estas relaciones de apoyo y reciprocidad que se dan durante el juego también refuerzan las habilidades del adulto tanto en el plano psicológico como socioemocional. Habilidades básicas para la vida como la planificación, el enfoque, el autocontrol, la conciencia y la flexibilidad mental se brindan en las relaciones receptivas, favoreciendo también el bienestar y, por tanto, la protección de las personas que intervienen frente al estrés tóxico. En estos contextos interactivos, las funciones ejecutivas y de autorregulación se entrelazan con las miradas, los gestos, el tono de voz, la risa, la complicidad, etc., generando un vínculo socioafectivo esencial que permite consolidar los mecanismos necesarios para hacer frente a las adversidades y circunstancias que la vida en sociedad conlleva. 

En base a estos conocimientos, se constata que no cualquier forma de jugar fomenta el desarrollo y una vida saludable en la infancia; es clave que las familias y los responsables de la educación pongan en práctica estas evidencias, tanto en los hogares como en las escuelas, ya que posibilitan espacios divertidos de calidad con las niñas y niños, a través de relaciones receptivas donde el apoyo mutuo, la dialogicidad y las habilidades cognitivas comparten el mismo “terreno de juego”. Avanzar hacia una sociedad que construya relaciones sólidas para hacer frente a la vida con las capacidades óptimas es una responsabilidad y una oportunidad  inminente para la educación de las generaciones futuras.

[Imagen: Unsplash]

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Maestra de primaria. Participante de la tertulia pedagógica dialógica "A Muscles de Gegants"