Si las ocho leyes educativas de nuestra historia nos demuestran algo es la escasa eficacia que tiene forzar los cambios estructurales en el ámbito escolar. Tal y como señala F. Javier Murillo, “es muy frecuente que los centros educativos se vean forzados por su contexto para poner en marcha el proceso de cambio.” (2004, p. 348), presión externa que tiene repercusiones a veces negativas y que desmotiva a unas comunidades docentes sobrecargadas y sometidas a mecanismos de control que varían según quien gobierne.
Lo habitual es que la administración educativa y las organizaciones que evalúan los procesos escolares en distintos ámbitos determinen desde fuera las metas y los objetivos para alcanzar el éxito escolar, con escasa capacidad para contextualizar y adaptar esos mecanismos de evaluación a las singularidades de los centros escolares, sobre todo en aquellos de especial complejidad.
Aunque el principio de autonomía nació para evitar esta situación, muchas escuelas continúan sumidas en inercias en cierto modo pasivas en las que no se usa esa autonomía como una herramienta favorecedora del empoderamiento de la comunidad: es notable, por ejemplo, que familias y alumnado no suelan participar en la elaboración de los proyectos educativos de los centros, y menos aún si provienen de entornos desfavorecidos o si se trata de estudiantes con riesgo de vulnerabilidad. Se utiliza esa autonomía pedagógica, en cambio, como un marco que limita el ámbito de acción que un centro tiene para ejecutar las políticas y las medidas que le vienen desde órganos educativos de gestión externa y que normalmente no tienen en cuenta la diversidad como un elemento enriquecedor.
Afirman, sin embargo, Aguado, Melero y Dietz, que “la permeabilidad de la escuela y su posicionamiento como agente de cambio social aparecen como factores clave en el desarrollo y gestión de una escuela democrática.” (2019, p. 139), por lo que urge un reenfoque en esta dirección, un replanteamiento basado en el liderazgo pedagógico compartido necesario para dinamizar las bases democráticas de la sociedad a través de la educación formal.
Una escuela más permeable y comunitaria debe reflexionar también sobre la mejora de los procesos colaborativos en la continuación entre etapas: se trata de observar cómo trabajan los compañeros y compañeras de otros niveles para poder compartir experiencias, aprender de ellas y aportar sugerencias de mejora. Para ello, es necesario trascender el ámbito institucional y entender, por ejemplo, los centros de un mismo distrito no solo como cercanos geográficamente, sino también como entidades cooperantes, interconectadas y dialógicas: hay que evitar que centros escolares que pertenezcan a un mismo contexto geográfico y social tengan ideas muy disonantes sobre sus principios, metas y objetivos, lo que acarrea un entendimiento muchas veces opuesto de los procesos de mejora que se aplican en cada ámbito.
Para lograrlo, “se hace imperativo que la formación de profesores incluya herramientas y habilidades que favorezcan la participación comunitaria, posibilitando la articulación de los diversos actores de la comunidad educativa mediante diálogos democráticos” (Sepúlveda-Parra, Brunaud-Vega, Carreño, 2016, p. 124); ello revertirá en el necesario enfoque de la lucha contra el abandono y la búsqueda de una inclusión real no solo como objetivos que se enarbolan de cara a la galería, sino desde el trabajo efectivo de la planificación, la gestión escolar y el enfoque de nuestras prácticas de aula.
Una escuela permeable y comunitaria precisa, en cuanto a esas dinámicas formativas, un modelo práctico-reflexivo en las acciones de mejora que se llevan a cabo dentro de los planes de formación: un enfoque dialógico y problematizador que realmente remueva conciencias y haga creer al docente que necesita cambiar para dirigir su praxis hacia ese modelo. Es más probable que esas dinámicas participativas se activen no cuando alguien acuda a un colegio o instituto con el rol de experto y con “recetas” estandarizadas para poner en práctica (ocurre lo mismo que decíamos al principio de este texto al hablar de las metas y objetivos externos), sino cuando se generan ambientes, espacios y situaciones de diálogo y escucha activa. Por ello, también es preciso prestar atención a las ideas de esos otros profesionales que tenemos a nuestro lado que pasan en silencio y humildad por los centros porque se consideran “no expertos”. La escuela permeable precisa, por lo tanto, de una visión inclusiva también aplicada a la formación docente.
En definitiva, a pesar de que se ha demostrado que los enfoques comunitarios en la construcción de la escuela responden más a los principios de eficacia, corresponsabilidad, equidad e inclusión, hay determinadas inercias que nos llevan a seguir enquistados en una imagen cultural de la escuela basada en las jerarquías, el individualismo y la competitividad, en la que las cifras de abandono escolar siguen siendo preocupantes en el alumnado más marginado históricamente. Esa escuela diferente, permeable y comunitaria, pasa por la necesaria colectivización y una fundamental redistribución de los roles de cada persona que forma parte de la misma, de manera que colectivos que tradicionalmente han quedado relegados a situaciones marginales también pasen a ocupar el lugar que les corresponde, en armonía con la concepción de la educación como bien común.
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Profesor de Lengua y Literatura y miembro del Colectivo DIME (Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa)