Avanzan los tiempos, cambian las leyes y, sobre todo a medida que se avanza de etapa, seguimos aferrados al examen como instrumento estrella de evaluación o, mejor dicho, de calificación. El otro día escuchaba a un estudiante de otro centro comentarlo en un debate público: “es que aún tenemos profesores que valoran hasta un 90% el examen a la hora de calcular la calificación de un trimestre”.

La situación actual es determinante: hay desconfianza ante tanto vaivén legislativo, así como decepción ante el retraso que ha existido en la publicación de los nuevos currículos. Fruto de ello, unido a otros factores, los avances en materia de evaluación de los aprendizajes se suceden más lentamente aún: la comunidad docente recurre a sus creencias y a sus hábitos interiorizados sobre lo que entiende por evaluación objetiva. Se siente socorrido por la prueba escrita como la fórmula más precisa para calcular, con menor probabilidades de reclamación o queja, una calificación final, además de para procurar que el estudiante se interese por lo trabajado en el aula. ¿Es este el camino?

El cuerpo docente se agarra como a un clavo ardiendo al examen tradicional como instrumento objetivo, porque entiende que en que esas prácticas aprendidas está la fórmula para tratar de forma justa y precisa a todos los estudiantes: a partir de los temas tratados en clase, seleccionamos una serie de preguntas y asignamos un valor —en rango normalmente de 0 a 1—, para que al final en su conjunto sumen un máximo de puntuación que suele ser de 10, ya que las calificaciones numéricas tradicionales se han movido en gran parte en ese intervalo de valores numéricos en distintas normativas. 

Sin embargo, en un momento de giro hacia una evaluación cualitativa, esta situación como mínimo debe hacernos reflexionar sobre la cuestión de si esta praxis es objetiva realmente, ya que el sujeto (el docente), de acuerdo a su criterio especializado, asigna un valor que no tiene por qué coincidir con el de otros colegas. También, mediante su criterio personal, se seleccionan unas u otras preguntas, según su relación con los criterios de evaluación o saberes, y se determina su grado de acierto o error en las respuestas, también según la decisión del profesional o, a veces, del departamento didáctico. ¿Es esto objetivo?

Si el criterio de objetividad se liga de forma estrecha a la cualificación del profesor o profesora a la hora de tomar este tipo de decisiones, una evaluación no sumativa, cualitativa, basada en la reciprocidad y la capacidad reguladora de la relación docente-discente, no tiene por qué ser menos objetiva. Es más, los mecanismos usados en evaluaciones de prácticas en otros contextos formativos y distintos ámbitos nos indican que los procesos de mejora en el aprendizaje se vinculan a la función reguladora que realmente tiene que tener la evaluación: una reformulación para medir el grado de desempeño cognitivo con estrategias que no tienen por qué asemejarse al tradicional examen escrito de preguntas y respuestas, o a la expresión de resultados en términos de suspenso o aprobado. 

Así, puede deducirse que hay tanto grado de objetividad (o subjetividad) en una rúbrica de evaluación, en una escala cualitativa de indicadores o en una tabla de valoración descriptiva como en una prueba con asignación de valoración numérica según los contenidos desglosados. Y, a partir de muchos estudios, además, se puede entresacar que lo primero favorece la construcción del conocimiento a partir del progreso, de la detección de dificultades a tiempo y de la retroalimentación constante entre los sujetos implicados, mientras que lo segundo, el examen casi como único instrumento, no aporta información para la mejora, sino una declaración de errores que en muchos casos provoca frustración en el alumnado, sobre todo el más vulnerable. 

Por lo tanto, afirmar de forma taxativa que hacemos exámenes para garantizar la objetividad en la evaluación es, cuando menos, cuestionable, puesto que no se puede demostrar con resultados de éxito, en un país además con una de las tasas de repetidores más elevadas de Europa y una cultura de la prueba escrita tradicional muy arraigada. La evaluación continua, reflexiva y formativa como proceso de mejora nos tiene que conducir a replanteamientos de lo que entendemos por educar, evaluar y aprender, dimensiones complejas tejidas por una red de interacciones socioculturales que impactan en el plano cognitivo y que nos deben llevar a cuestionarnos el sentido de lo que hacemos como profesionales del mundo escolar. Y por qué no empezar por el examen. 

[Imagen: Unsplash]

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Profesor de Lengua y Literatura y miembro del Colectivo DIME (Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa)