En los últimos años ha aumentado el índice de preocupación social y de las instituciones sobre la salud mental de los adolescentes y de los jóvenes. En muchas ocasiones, porque se focaliza en la edad, por una supuesta inmadurez social o por mitos que relacionan la adolescencia con problemáticas y conflictos, es en la adolescencia en la etapa vital en la que más se centra la atención cuando se habla de estos temas. Y sí, evidentemente, la adolescencia es importante por la trascendencia de la evolución de las personas y por el aumento de independencia de la persona que va camino de la adultez. Pero, si nos paramos a pensar, no debería serlo más que cualquier otra época de la vida.

En este informe sobre la comprensión y la prevención de los retos de salud mental en la juventud adulta, entre 18 y 25 años, se aportan datos sobre cómo los índices de depresión y ansiedad de la generación actual doblan los porcentajes que se detectan en la población adolescente. El 36% de las personas entre 18 y 25 años de edad sufren ansiedad, mientras que en adolescentes la cifra es del 18%. Un 29% de las personas entre 18 y 25 años habla de depresión, frente a un 15% de los adolescentes.

Estos datos se relacionan con altos índices de:

  • pérdida de sentido con los objetivos de la vida, 
  • preocupación por temas económicos,
  • dificultades en las relaciones sociales, 
  • alienación respecto a los hechos políticos y sociales de su entorno
  • y una percepción de que el mundo se está desmoronando.

La educación tiene la posibilidad y la responsabilidad de contribuir a reducir este tipo de elementos que surgen en las vidas de las personas y que configuran los modelos de relaciones, de sentido y de horizontes. Y ello se puede hacer antes de que se llegue a esas edades; para la juventud adulta, para la adolescencia y para la infancia, pero también para cualquier etapa de la vida, para cualquier edad y para cualquier contexto.

Si se ofrecen acciones educativas y entornos que funcionan sobre fundamentos que contribuyen a convivir desde la solidaridad, el aprendizaje de máximos y los sentimientos entre personas, se pueden construir:

  • relaciones de amistad y compañerismo de calidad, que se alejan de la soledad y de las relaciones de violencia;
  • vidas llenas de sentido, en las que las personas colaboren para mejorar sus propias vidas y las de los demás, desde cualquier ámbito de acción;
  • recursos personales que previenen los problemas de salud mental, por el apoyo, el acompañamiento que suponen y que, además, permiten actuar cuando esas situaciones aparecen;
  • aprendizajes que ofrecen oportunidades de superación personal, que contribuyen a la mejora social del entorno.

Si los datos nos preocupan como profesorado, como familiares o como ciudadanos, debemos exigir que se empiece o se continúe la puesta en marcha de actuaciones que contengan tanto los fundamentos como las consecuencias que deseamos: aprendizajes de máximos; solidaridad entre personas; relaciones de calidad, amistades, compañía y compromiso social. En fin, el sentido de la vida, que nos previene de las dificultades y que nos acerca a la felicidad, en el que el mundo cobra sentido, por vivir en sociedad y por el compromiso para mejorarla.

[Imagen: Freepik]
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Por Josep Maria Canal

Maestro de educación especial y primaria. Profesor de la Universidad Internacional de Valencia. Sus líneas de investigación incluyen las Actuaciones Educativas de Éxito, la inclusión educativa, las Nuevas Masculinidades Alternativas y la socialización preventiva de la violencia de género.