El lunes se celebró el Día Internacional de la Infancia, que se conmemora cada año el 20 de noviembre, fecha en la que la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Niño en 1959. Esta declaración, aunque fue un paso adelante para la protección de la infancia, no era suficiente ni vinculante y, tras diez años de negociaciones con gobiernos de todo el mundo, líderes religiosos, ONG y otras instituciones, se logró acordar el texto final de la Convención sobre los Derechos del Niño el 20 de noviembre de 1989, cuyo cumplimiento es obligatorio para todos los países que la han firmado.
Los principios de esta convención tienen que ver con:
- velar por la no discriminación,
- defender el interés superior de los niños y niñas,
- defender el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo y, por último,
- velar por la participación de la infancia, que tiene derecho a ser consultada sobre las situaciones que le afectan y a que sus opiniones sean tenidas en cuenta.
En la práctica, estos principios se traducen en tres acciones que, según UNICEF, tienen un gran impacto sobre el bienestar de los niños y niñas:
- Programas más integrados, que aborden los problemas desde varios frentes (nutrición, vacunas, atención neonatal, etc.).
- Una educación que implique mayor atención en la igualdad de acceso a la educación entre niños y niñas para evitar el abandono escolar.
- Desarrollar un entorno protector que identifique y refuerce los componentes principales que pueden proteger a los niños y niñas (familias, comunidades, leyes, medios de comunicación…).
Garantizar estos derechos, e impulsar acciones que avancen en el logro de los mismos, requiere la unión y el trabajo de muchos países. Por ello, el lunes se examinaron en el Parlamento Europeo los resultados de la Garantía Infantil, una guía con un objetivo: que todos los niños y niñas de Europa en riesgo de pobreza o exclusión social tengan acceso a los derechos más básicos como la sanidad y la educación.
Ya existen investigaciones científicas de impacto social que están promoviendo acciones que están logrando resultados en muchos de estos derechos, incluso logrando no solo el derecho a la educación, sino el derecho a una educación de calidad para toda la infancia y, en especial, para los y las que están en mayor riesgo de exclusión social.
Algunos ejemplos son el proyecto REFUGE-ED, que presentó sus resultados en el Parlamento Europeo recientemente; el proyecto ALLINTERACT, en el que se incluyeron las voces de la infancia; o el proyecto INCLUD-ED, en el que se aprobaron las actuaciones educativas de éxito con el objetivo de explicar qué acciones educativas pueden influir en el fracaso o el éxito escolar en el nivel de la enseñanza obligatoria (educación preescolar, primaria y secundaria, incluidos los programas de formación profesional y educación especial dentro de las escuelas ordinarias) y su relación con otros ámbitos de la sociedad (por ejemplo, la vivienda, la salud, el empleo y la participación social y política), centrándose especialmente en los grupos sociales vulnerables a la exclusión social (jóvenes, inmigrantes, grupos culturales como los gitanos, las mujeres y las personas con discapacidad).
La educación es una herramienta privilegiada para garantizar los derechos de la infancia, pero esta tarea requiere profesionales de la educación, agentes comunitarios, políticos y políticas, entidades, etc. que difundan y promuevan las evidencias científicas que permiten mejorar la sociedad y las vidas de las personas y no las ocurrencias que mantienen y agravan las desigualdades. Ser activista de los derechos de la infancia requiere coherencia y un posicionamiento a favor de quienes lo están haciendo realidad; ante este tema tan importante no vale con decirlo, simplemente hay que hacerlo.