Los ojos de Tammy Faye (2021), es una película biopic que retrata la vida de Tammy Faye Bakker y de su marido Jim Bakker, televangelistas que durante décadas estafaron a sus seguidores, engañaron a una parte importante de la población norteamericana y crearon un imperio de fortuna y derroche como oradores religiosos en el medio televisivo.

Con sus altibajos, el filme nos alerta de lo fácilmente influenciable que puede llegar a ser la sociedad ante un discurso centelleante basado en lo que desde el campo de la psicología social se llama el efecto de la verdad ilusoria: repetir una afirmación muchas veces, aunque no tenga aval o no sea cierta, incrementa la posibilidad de que sea tomada como cierta. Leo Festinger, en ese sentido, decía: 

“Un hombre con una convicción es un hombre difícil de cambiar. Dile que no estás de acuerdo y se va. Muéstrale datos o cifras y cuestiona tus fuentes. Apela a la lógica y él no ve tu punto de vista”.

La telepredicación académica tiene en libros educativos y, sobre todo, en redes sociales, su actual campo para expandirse y crear estados de opinión polarizados. Mientras, mantiene en las aulas el germen de su alimentación y su impacto real, lo que es más preocupante. Más que que se expandan sus discursos en medios, lo cual no es más que una muestra de la voracidad mediática a la hora de captar titulares para un clickbait permanente, la responsabilidad de la escuela pública nos lleva a mantenernos alerta contra la propagación de actuaciones vacías dentro de las aulas. Esta se produce de forma escurridiza a través de una suerte de mercadotecnia educativa, que se alterna con una ristra de discursos apasionados en donde nunca la familia tiene nada que decir, cuando debería estar informada de las actuaciones de éxito que se realizan con sus hijos e hijas y el impacto que estas tienen en sus aprendizajes. 

El clima de escepticismo que existe en las comunidades escolares no puede ser tampoco, por ese principio de responsabilidad colectiva, el acicate para aupar discursos alarmistas sobre una escuela pública supuestamente derruida que mantiene en la desinformación a las familias una de sus claves para que ideas reaccionarias con escaso aval riguroso sigan expandiéndose entre determinados núcleos escolares. 

En el momento en el que las familias salieron de la ecuación educativa se quebró uno de los principios de la construcción coparticipada de nuestras acciones, en los que la alfabetización científica de estas es clave para entender qué se hace con la población infantil y juvenil en las aulas y por qué se hace, así como para que puedan formar parte del proceso, como pieza fundamental de una escuela de base democrática. 

Desde que las instituciones públicas de la Unión Europea, a inicios de este siglo, comenzaron a presentar la necesidad de alentar una ciudadanía democrática desde las escuelas como parte clave en la creación de sociedad más justa e igualitaria, nos hemos dado cuenta de la alta vulnerabilidad que tienen las familias que no están invitadas a la construcción del diálogo educativo: al igual que no se nace ciudadano o ciudadana, sino que es parte de una construcción cultural —la ciudadanía se hace—, no se nace en una comunidad escolar, sino que esa pertenencia se cimienta a partir de la democratización de esa innovación educativa que tienen que conocer todos, con su impacto, su éxito, su posible fracaso y sus consecuencias en el aprendizaje.

Por lo tanto, las familias, cuando escolarizan a sus hijos e hijas, tienen que tener acceso en un lenguaje claro a las propuestas escolares que han generado mejores niveles de rendimiento académico para todo el alumnado en el centro y en otros similares, así como una mejora de la convivencia. Ese ideario de base contrastada debe formar parte de los proyectos educativos y documentos de concreción curricular, en lugar de programaciones y documentos burocráticos de corta y pega, plagados de tecnicismos legislativos que confunden y no aportan nada a la información que sí precisa la población para acompañar a los escolares en su periplo académico.

La alfabetización de las familias en todo lo referente a las innovaciones educativas y las actuaciones de éxito contrastadas es labor fundamental de un profesorado responsable con su papel como agente social para el cambio. La educación debe combatir las cegueras del conocimiento de las que hablaba Edgar Morin y que apoyan falacias dicotómicas y eslóganes vacíos que en muchos casos alientan la segregación escolar, parecen planear el regreso a un Ministerio de Instrucción Pública o a la EGB y lastran el principio de inclusión, con todos los avances en derechos sociales que trae de la mano.

A las familias no se les puede dejar fuera de esta ecuación: en qué línea avanza cada centro con sus prácticas, qué principios avalados hay detrás, cuáles son sus cimientos, de qué manera pueden participar y cuáles son las estrategias científicas y pedagógicas que se sustentan en cada actuación para la mejora. Todo lo demás, tiene que quedar fuera de la escuela. Y las familias tienen que saberlo.

[Image: Freepik]

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Profesor de Lengua y Literatura y miembro del Colectivo DIME (Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa)