A partir de la década de 1990, ante los cambios ocurridos en el campo tecnológico, con el advenimiento y posterior popularización de Internet, se importó un discurso sobre innovación dirigido por una forma de racionalidad específica, predominante y organizadora del proceso de globalización: se trata de la racionalidad neoliberal.
En este contexto, como efecto de la fuerza y los juegos de lenguaje, presenciamos la apropiación del significante innovación, ahora ligado a los modos de producción y captura subjetiva capitalistas cada vez más dependientes de una educación que viabilice su perpetuación.
Desde entonces, el campo educativo ha sido constreñido por metodologías de enseñanza y de aprendizaje que han transformado la escuela y los procesos en la educación básica similares a los de empresas. Se abre espacio para el uso recurrente e irreflexivo de palabras como competencias, habilidades, desempeño, emprendimiento y flexibilización curricular – que de manera peligrosa han colonizado la pedagogía y poblado un vocabulario pedagógico que ha tomado por asalto no solo el cotidiano de las instituciones escolares, sino también las disciplinas de los cursos de licenciatura junto con metodologías que han reivindicado la prerrogativa de ser adjetivadas como «activas».
Todo en nombre de una “modernización” que va al encuentro de una “supuesta” idea de innovación en la educación.
Son los discursos basados en este enfoque “innovador” los que han fomentado la eliminación de disciplinas importantes que integran los currículos de la educación básica y superior, como el grupo que incluye los llamados fundamentos de la educación (filosofía, sociología, antropología e historia de la educación) en las licenciaturas, por ejemplo. Además de la dificultad histórica que algunos tienen para reconocer su importancia a punto de extirparlas de la formación docente, es necesario reconocer que es en su dimensión crítica (temida y/o incomprendida por muchos) donde reside su intensa correlación con los movimientos de innovación.
En este sentido, ¿sería la crítica el punto de anclaje de la innovación pedagógica? La respuesta a esta pregunta es un rotundo sí. Innovar en educación – más allá de las exigencias mercadológicas y sus contenidos educativos intencionalmente vaciados (véase el nuevo currículo de la educación secundaria de las escuelas brasileñas) – consiste precisamente en el ejercicio de la crítica al que hemos renunciado.
Es la crítica como práctica constante de desconstrucción la que surge como línea de fuga que se abre para la creación: un espacio potente al que hemos renunciado cada vez que se invierte en la certificación en detrimento de la formación; en la instrumentalización de una educación que se convierte en un activo económico.
Una educación on demand, que veta la figura del educador y desautoriza lo que queda del profesor– ahora un coach de aprobación, comprometido solo con el enfoque instructivo. Una educación despotencializada; con poco o ningún compromiso social o civilizatorio, transformada en relaciones de mentoría en línea y cuya flexibilización de su oferta depende de formas cada vez más refinadas de control realizadas por dispositivos tecnológicos: el fetiche de los nuevos gestores pedagógicos – cada vez más endógenos del sector corporativo – y que vienen actuando como verdaderos tecnócratas educativos.